El Genocida de Camboya
Pol Pot asesinó, torturó y exterminó a un tercio de la población de Camboya. Al frente de los 'jemeres rojos' lideró un genocidio atroz. Quemó bibliotecas, abolió las medicinas o incluso llevar gafas por considerarlas un símbolo de intelectualidad De 1976 a 1979 masacró en los campos de la muerte a un país entero.
Pol Pot se llamaba en realidad Saloth Sar y había nacido el 19 de mayo de 1928 en la localidad camboyana de Prek Sbauv, en el seno de una familia de campesinos acomodados. El pequeño Saloth fue enviado a un monasterio budista donde se educó durante tres años, y era ya un adolescente cuando los monjes, al parecer no sin cierto embarazo, comunicaron a la familia que Saloth Sar no podía seguir sus estudios en el centro. Le costaba estudiar, explicaron. Intelectualmente, el chico no daba para mucho. Así que Saloth se trasladó a Phnom Penh, donde su hermano mayor tenía un buen puesto como funcionario en el palacio real junto al rey Monivong.
En la sombra, Saloth Sar y sus acólitos movían los hilos de un plan demencial. Había cambiado su nombre por el de Pol Pot, proclamado el nacimiento de la Kampuchea Democrática y declarado el inicio del "año cero", en el que la historia del país empezaría a reescribirse. Había que eliminar todos los vestigios del detestable pasado capitalista. Los vehículos a motor se destruyeron, y el carro de mulas fue nombrado medio de transporte nacional.
Se quemaron bibliotecas y fábricas de todo tipo, y se prohibió el uso de medicamentos: Kampuchea estaba en condiciones de reinventar todas las medicinas necesarias para sus ciudadanos echando mano de la sabiduría popular. Porque sólo los campesinos permanecían a salvo de la peste capitalista y burguesa que contaminaba el país.
Ésos eran los ciudadanos ejemplares. El resto, un peligroso despojo de tiempos pasados que había que reeducar o eliminar. Y eso fue lo primero que Pol Pot ordenó: que se acabara con todos los elementos subversivos que podían considerarse un lastre para el país. Durante días se ejecutó a altos funcionarios y a militares. Luego, a profesores, a abogados, a médicos. Después, a aquellos que sabían un segundo idioma. Finalmente, se asesinó a todos los que llevaban gafas, pues los lentes eran síntoma de veleidad intelectual.
La vida se volvió un infierno. La propiedad privada se suprimió de manera drástica. Nadie tenía nada. Incluso la ropa (el pijama negro y el pañuelo de los jemeres) era propiedad del Angkar. La comida se suministraba en los refectorios, y poseer una olla se consideraba un delito. Muchos no soportaban la escasez de alimentos y las jornadas en los arrozales, y morían de agotamiento y de hambre. Los hijos perdieron a sus padres; los padres, a sus hijos. Mostrar dolor por la muerte de un familiar también estaba penado: era un síntoma de debilidad.
Las raciones de comida eran tan miserables que hubo casos de canibalismo. Se regularon incluso las relaciones sexuales (que sólo podían mantenerse con fines reproductivos) y se obligó a los jóvenes a casarse para traer al mundo a nuevos ciudadanos de Kampuchea. Incluso se estableció que cada ciudadano debía producir dos litros de orina diarios, que cada mañana debían ser entregados al jefe de la aldea para fabricar abonos.
Pol Pot nunca se arrepintió de sus crímenes. Su esposa aseguró que había muerto feliz y satisfecho con su vida, y en una entrevista con la revista Far East Economic Review (la única que concedió en 19 años) afirmaba que hablar de millones de muertos era una exageración. "Tengo la conciencia tranquila", añadió. Se equivocan quienes piensan que la llegada de la vejez sirve a todo el mundo para recapitular. Los monstruos no lo hacen. Quizá porque los monstruos, como los tiranos, no tienen edad.
Su frase favorita era: "El que protesta es un enemigo; el que se opone, un cadáver".
LLos Jemeres Rojos en Camboya convirtieron los campos del país en un exterminio humano. Entre 1975 y 1979 se calcula que desaparecieron entre 2 y 2 millones de camboyanos bajo el mandato del líder Pol Pot, cuya concepción radical del comunismo le llevó a la destrucción de escuelas, mercados, cualquier arte de expresión artística y cultural... a la exterminación de núcleos urbanos y a la consideración como "enemigos" de los habitantes de las ciudades. Hoy en día, los restos de los campos de exterminio (como los de la masacre nazi de la II Guerra Mundial) y los lugares de los asesinatos en masa de camboyanos, son objeto de peregrinaje histórico y turístico.
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